¿El ser humano está naturalmente dotado de un sentido moral? Los filósofos lo han afirmado en más de una ocasión, y los psicólogos lo confirman hoy. Pero las normas éticas cambian, y su aprendizaje sigue siendo necesario.
Difícil imaginar un mundo en el que las nociones de bien y del mal no existan. Los mitos y los textos religiosos contienen todos ellos una explicación del origen del mal. Un error humano la mayoría de las veces. Judíos y cristianos comparten la misma historia. La Biblia pretende, en efecto, que la moral nos ha sido dada dos veces. Primero, es la vergüenza que invadió al primer hombre y primera mujer escondidos en el paraíso. Después, Moisés cuando recibe las Tablas de la Ley: “No matarás”, “No robarás”. Estos dos episodios contienen en germen lo esencial del debate que aquí nos ocupa. ¿De dónde procede el sentido de la moral? Si creemos el libro del Génesis, el sentimiento de error se inscribe en toda la especie humana. Según el Éxodo, de un puñado de prohibiciones caídas del cielo, que eran necesarias aprender y guardar, generación tras generación, contra la tentación de volver a caer en la impiedad.
Por lejos que la reflexión nos lleve, existe la alternativa: de un lado, el sentimiento espontáneo del bien y del mal; del otro, una consciencia forjada por las creencias y las leyes. Para muchos filósofos griegos, el bien se confundía con lo bueno. Así pues, no hay una verdadera moral, sino más bien lo que llamamos hoy una ética. Ahora bien, esta ética, con frecuencia volcada contra las convenciones y que huye del sufrimiento, está próxima a la naturaleza. Sí, ¿pero cuál? ¿La de los sentimientos o la de la razón? Esto constituirá un debate en el siglo XVIII.
Hagamos un salto en el tiempo. En la actualidad, el debate no es solamente filosófico. La psicología, la etología y las ciencias de la evolución han tratado esta cuestión. Lo que indican está lejos de ser uniforme y concluyente, pero se inclina por un origen natural de nuestro sentido moral.
En 1893, Thomas Huxley, el defensor de Charles Darwin, profesaba que en la naturaleza sólo se revelaba la maldad y la indiferencia. Después, las ideas no han cambiado mucho. Desde 1963, el ecologista Honrad Lorenz notaba que la existencia de unos combates rituales en algunas especies animales denotaban un sentido de “norma” y de “juego limpio”. Pero fue sobre todo los estudios sobre los monos los que, después de 15 años, popularizaron una idea de que el sentido moral no le es tan desconocido como la cultura y la comunicación. En la actualidad son conocidos muchos casos de altruismo en las especies animales: el de los ratones calvos que regurgitan una parte de su comida en beneficio de sus congéneres famélicos, a las ballenas que se socorren mutuamente en caso de enfermedad o ataque.
Pero son sólo comportamientos. Las sociedades de insectos son sin duda las que muestran un comportamiento más altruista. Frans de Waal, autor de Bon Singe (1977) no duda de su presencia en los primates, sobre todo los superiores, que ha observado. ¿Qué decir, en efecto, de los chimpancés que acarician a sus congéneres enfermos o heridos, intentan calmar a los adversarios, emiten gritos y quejas, hacen un duelo con sus muertos hiriéndose, además de mostrar simpatía no solo por sus pequeños, sino también por sus parecido en general? ¿Qué pensar, por otro lado, del joven macho vencido por otro que, durante días, simulaba cojear delante de él? Probablemente que busca piedad por su parte. Lo que significaría que sabe que su congénere es capaz de manifestar este sentimiento. Esto es lo singularmente humano.
Así como los actos de compartir, cooperar, reconciliar, consolar, gestos de protesta, de indignación, de sumisión no serían simples instintos de conservación, sino que estarían basados en sentimientos morales. La idea de una continuidad en este plano entre el animal y el ser humano es un punto de vista compartido en la actualidad, enriquecido con experiencias recientes. Sarah Brosnan y F. de Waal, por ejemplo, han observado a los monos capuchinos. Cuando, ante un mismo rendimiento se les atribuía sistemáticamente recompensar desiguales, algunos mostraban lo que los investigadores interpretan como “signos de indignación”. ¿Esto quiere decir que experimentan signos de injusticia?
Admitamos que el ser humano y los primates superiores nacen equipados de sentimientos morales. ¿En qué son buenos? Según la historia de la evolución, el seleccionado debe presentar una ventaja reproductiva para el individuo. Ahora bien, a priori, estar dispuesto a sacrificarse, a cooperar o a compartir representa más bien un inconveniente. Así pues, ha sido necesario más de un esfuerzo para imaginarse no sólo una, sino muchas soluciones a este enigma. Primero: La noción de selección d grupo (William Hamilton, 1964). Puede rendir cuenta de las disposiciones altruistas entre seres cercanos. Sacrificándose por sus parientes, el individuo favorece la perpetuación de una parte al menos de sus genes. Esto explica por ejemplo que cuando se ataca una colmena, las abejas obreras que son estériles se sacrifiquen en beneficio de la reina. El éxito reproductivo de las abejas “kamikaze” se comprobará a nivel de grupo, no del individuo. En los humanos, sólo concierne a los pequeños grupos familiares, pues el bagaje es mayor.
Ahora bien, la moral humana sólo se dirige a los parientes próximos. Un segundo mecanismo ha sido invocado: el altruismo recíproco, que dice más o menos lo siguiente: Dos individuos cualesquiera que cooperan de forma reiterada y equilibrada se verán favorecidos con relación a los que no cooperan. El gen de la reciprocidad (y el del sentimiento de gratitud que conlleva) se extenderá a lo largo de la evolución. Tiene un fallo: sólo se aplica a pares de individuos y no explica cómo la reciprocidad se convierte en una norma colectiva.
Tercera sugerencia: el “castigo altruista”. En efecto, en los humanos los individuos suelen tener la costumbre de castigar los daños causados que un agresor causa a un tercero. El sentimiento desencadenante es la compasión hacia la víctima. ¿En qué sería ventajoso este comportamiento? Desanimaría a los violentos y contribuiría a su menor éxito social y reproductivo. Este modelo tiene una cualidad. Tiene en cuenta el hecho de que las normas morales no son solamente positivas hacia el prójimo. También toman forma de una exigencia sancionadora.
Inútil decir que el conjunto de estas especulaciones tiene adversarios. Según el filósofo Nicolás Baumard, no tienen en cuenta ni los sentimientos ni las reglas de la moral. El altruismo se reduce a un comportamiento, mientras que las normas morales son representaciones abstractas. Sentir malestar o piedad no es lo mismo que sentir culpabilidad u obligación de prestar un servicio. Nuestros juicios morales dependen de la consideración de los demás. Somos más colaboradores si tenemos el sentimiento de ser observados. Motivo por el que la culpabilidad y la indignación corresponden más a la definición de sentimientos morales que el desagrado o la compasión.
El modelo estándar de aprendizaje y de experiencia sostiene que se puede inculcar cualquier valor a un individuo a condición de emplear tiempo y esfuerzo en un ambiente favorable. De ahí la importancia de la educación, la inestabilidad individual de los comportamientos y variabilidad de las normas morales según las culturas. ¿Todo ello sería incompatible con la tesis de los sentimientos morales espontáneos? No necesariamente. Veamos lo que se dice del aprendizaje moral. Reconociendo que no tiene nada de evidente, el filósofo Shaun Nichols ha demostrado, después de estudiar muchos manuales de buenos modales, que las prohibiciones cargadas de emociones se trasmiten mejor que las demás. Lo que es desagradable (hablar mientras masticas) siempre se mantiene de una época a otra. Lo que es neutro (la forma de disponer la mesa) cambia con frecuencia. La presencia de una emoción favorecerá la trasmisión de las normas.
Veamos ahora la cuestión de la diversidad de las culturas. Ejemplo: Los egipcios se casaban gustosamente con sus hermanas; los habitantes de las islas Fidji se comían a sus enemigos, y en África del este se mutila a las niñas. Si el rechazo al incesto, el horror del canibalismo y la piedad hacia los niños son fundamentales, ¿cómo es posible esto? Según Dan Sperber y Lawrence Hirschfeld, las culturas son el fruto de modificaciones lentas. Su variación es consecuencia de un derivado cognitivo. Las emociones morales se niegan a propósito de objetos primeros que constituyen su dominio propio. Así, el modelo primero de la compasión es te sentimiento que la madre manifiesta hacia sus hijos. Después, otros objetos serán asimilados a los niños y suscitarán la misma reacción: animales indefensos, juguetes de peluche…
El proceso de asimilación y la distribución hacen que varíen según las culturas. Las sociedades movilizan de forma diferente los módulos emocionales: algunos insisten en la lealtad y la jerarquía, otros en la reciprocidad y la igualdad. Estos módulos pueden ser desplazados de su dominio propio: el racismo consiste en aplicar un criterio de inferioridad a personas humanas.
Así mismo, podemos juzgar que comerse a los enemigos es rendirles un ritual, o que casarse con la hermana es una buena forma de honrar a la familia. Estos desmoronamientos de objetos y de valores están culturalmente inculcados y representan el sistema particular de las “virtudes” propias de cada sociedad. Así pues, las normas son cultural y socialmente diversas, pero hacen referencia también a instituciones fundamentales idénticas y universales.
¿Por qué estas instituciones tienen necesidad, si no tendencia, de ser transformadas en normas? La cuestión sigue sin respuesta.
(Martin Duru. Las grandes preguntas de la Filosofía. Filosofía Hoy. Editorial Globus. Madrid. 2011)